Karl Abraham
CLÁSICOS
Clínica y Análisis Grupal - 1999 - Nº 80
Vol. 21 (1) Pags. 103-115
Vol. 21 (1) Pags. 103-115
El fascículo de Imago (XI, cuaderno 4), aparecido el día de Navidad de 1925, el día de la
muerte de Abraham, incluía este estudio, el último que Abraham remitió él mismo
al impresor. [1]
La observación
clínica que figura en el ensayo de psicología jurídica que presento aquí, no
deriva de la práctica psicoanalítica en sentido estricto. Se trata del caso de
un hombre que tuve ocasión de peritar en 1918, cuando yo era médico militar, y
al que reencontré cinco años más tarde en circunstancias muy particulares. El
tiempo limitado que se concede a una peritación y las condiciones de trabajo
imperantes en un centro de observación, no permiten un psicoanálisis metódico.
Sin embargo, la vida de este
hombre (al que en adelante llamaré “N”), ofrece trazados psicológicos muy
excepcionales; una reciente transformación de su comportamiento social, se
encuentra en viva contradicción con la experiencia psiquiátrica. Precisamente,
es este aspecto excepcional, inscribiéndose contra la experiencia, el que
encuentra una explicación satisfactoria cuando recurrimos a hechos
psicoanalíticos muy corrientes, de sólida base empírica. Además, los hechos
ligados al caso N. son muy apropiados para enhebrar el psicoanálisis con un
nuevo campo de aplicación: la medicina legal. Confío por tanto en que las
particularidades del caso justificarán a los ojos de los lectores su
publicación en esta revista de psicoanálisis.
N. tenía veintidós años cuando hizo el servicio
militar. Ya había sufrido una serie de encarcelamientos, ordenados por los
tribunales civiles de diversos países. Justo después de su último encierro, se
vio inmerso en la tropa donde debía recibir su instrucción militar. Sus
superiores conocían con detalle su anterior modo de vida. Sin embargo,
asistimos a la repetición de lo que luego se producirá en numerosas ocasiones.
En cualquier descanso se granjeaba todas las simpatías, disfrutaba de la
particular confianza de sus camaradas, habiendo adquirido junto a su jefe de
compañía, una situación privilegiada. Justo en ese momento, empezó a abusar de
la confianza de los demás. Sin embargo, en el momento en que sus engaños
parecen descubiertos, recibe, al mismo tiempo que varios de sus camaradas, una
orden de incorporación al frente de los Balcanes.
En el nuevo regimiento ignoraban todo de su vida
anterior. Le fue todavía más fácil ganarse la confianza de sus superiores
presentándose con habilidad. Dibujante de profesión, encontró rápidamente un
empleo. Pero su comportamiento parecía hacer más apropiado que se le designara
para organizar asuntos comerciales. De esta forma se le confiaron enseguida los
fondos, encargándole compras para la tropa en las ciudades que cruzaban. En la
ciudad de X., conoció a algunos soldados que le llevaban un gran tres. Se apoderó
de él de inmediato su antigua tendencia, de la que trataremos más adelante. Se
daba también apariencias de gran señor, gastando en cuatro días sesenta marcos
de la suma que se le había enviado. En un segundo viaje parecido, se dio cuenta
de que se habían detectado sus sustracciones. No volvió al regimiento y se
dirigió a una localidad bastante importante. Se encargó de proveer a su
uniforme de galones para presentarse desde ese momento como suboficial. Por
otra parte, se había apropiado de vales de transporte del tren de su unidad,
proveyéndoles de sellos que le permitieran viajar a su antojo en todas
direcciones. De esta forma volvió a Alemania. Pero la severidad de los
controles y el encuentro con antiguos conocidos, sobre todo en Berlín, le
impidieron una estancia prolongada. De esta forma N. se dirigió a Budapest,
después de haber conseguido las insignias de vicemariscal de intendencia. Desde
allí, falsificando de nuevo documentos, llegó a Bucarest, pero el control
militar era tan férreo que N. volvió a Budapest. Allí supo introducirse en las
familias más consideradas, ofreciéndose con éxito para conseguir víveres y
recibiendo importantes comisiones de sus clientes, pero este dinero lo empleó
para necesidades personales, no haciendo llegar nunca los víveres prometidos.
Cuando el suelo de Budapest arde bajo sus pasos, regresa a Viena donde en
seguida es detenido y conducido a la ciudad de guarnición de su país. Podemos
ya remarcar aquí la facilidad de N. para conciliar los favores de gente de
cualquier edad, de toda condición y de los dos sexos, para engañarles a
continuación; pero tenía una total falta de habilidad para escapar al brazo de
la justicia. Sólo prisionero recuperaba su destreza; rápidamente conseguía
entonces desvanecer la desconfianza de sus guardianes respecto a él y conseguir
el camino de la libertad sin recurrir lo más mínimo a la violencia.
Cuando N. cumplió dos meses y medio de prisión
preventiva, su influencia sobre los guardianes, por otra parte experimentados y
concienzudos, creció hasta el punto que las puertas se abrieron solas, por
decirlo de algún modo, ante su presencia. Uno de los guardias fue llamado
cuando estaba charlando con N. y dejó sin más preocupación las llaves en la celda
del prisionero. Cuando este se dio cuenta, abrió la salida y se encontró en
libertad. Llegó a pie hasta una pequeña estación donde cogió un tren hasta la
gran ciudad más próxima; consiguió burlar los controles en todos lados. Trabajó
durante tres semanas como decorador en unos grandes almacenes. El riesgo de ser
descubierto le obliga a dejar la ciudad. Provisto de falsos documentos de
identidad, consigue atravesar Alemania. En otra gran ciudad se presentó, una
vez más, como gran señor, se introdujo como historiador de arte y gracias a sus
mentirosas indicaciones obtuvo fondos de sus nuevos protectores, derrochándolos
a manos llenas... Después de algún tiempo de esta “vida civil”, tuvo que
alejarse e su teatro de acción. Pero, tras una pequeña estancia en Berlín,
volvió a Budapest. Allí se puso de nuevo un uniforme de oficial. Se quedó en
Alemania como “lugarteniente” y vivió varios meses a todo tren en los
balnearios más elegantes. Como joven oficial encontró por todos lados acceso a
la sociedad de los balnearios. Su presentación segura y agradable le convertía
en general en el centro de un amplio círculo. El peligro de ser descubierto por
sus múltiples trapacerías crecía en exceso y desapareció para instalarse en un
importante lugar de curas de la Alta Baviera, para reaparecer poco tiempo
después en una estación marina. Mientras tanto, se hizo ascender al rango de
oficial superior, es decir, el más alto posible teniendo en cuenta el tiempo
transcurrido. Nadie sospechaba la identidad real del joven oficial, que
ostentaba decoraciones de guerra y sabía hablar de los acontecimientos que le
habían ocurrido de forma tan interesante como modesta. Pero finalmente fue
hecho prisionero y reconducido a su guarnición.
El procedimiento penal cobró gran amplitud: en efecto
era culpable de deserción, se había atribuido de su propio jefe un rango de la
armada, había cometido buen número de malversaciones, falsificaciones y aciones
deshonestas.
El médico del tribunal militar encargado de la observación, dio pruebas
de mucha comprensión y de interés por las particularidades psicológicas de N.
y, suponiendo alguna compulsión patológica en el origen de su comportamiento,
pidió la observación psiquiátrica del acusado.
Fui a visitar a N. en prisión preventiva, pero entendí rápidamente que
la complejidad del caso, exigiría una observación prolongada en mi servicio.
Sin embargo, este no poseía suficiente instalación como para impedir la evasión
de un detenido tan hábil como este. A sugerencia mía, el tribunal decretó que
N. se instalaría en una buhardilla. Para impedir su huida se instituyó un
especial sistema de vigilancia. Se ordenó que tres cabos especialmente seguros
e inteligentes, montaran guardia permanentemente ante la habitación de N. Para
evitar todo ascendente de N., se dio orden rigurosa a los guardianes de no
atravesar su puerta y de no dejarse arrastrar a ninguna conversación con él.
En estas condiciones, N. fue conducido al hospital militar por sus tres
guardianes. Diez minutos después de la admisión, quise asegurarme de que N.
había sido instalado y vigilado según las consignas. Para mi sorpresa, no
encontré ningún centinela delante de su puerta, tan sólo algunos asientos
vacíos. Al entrar en su cuarto se ofreció ante mí un espectáculo insólito: N.
estaba sentado en una mesa dibujando. Uno de sus guardianes posaba como modelo
y los otros dos miraban. Supe que N. había cautivado a sus vigilantes en el
trayecto hacia el hospital, hablándoles de su talento para el dibujo y
prometiéndoles realizar su retrato. Por otra parte, N. pasó varias semanas en
el servicio sin el mínimo intento de evasión ni ningún otro tipo de irregularidad.
Para conseguir un juicio sobre el estado psíquico de N. necesitaba conocer
sobre todo la historia de sus primeros años. Cómo parecía ser un virtuoso de
los relatos imaginarios, se trataba de admitir con prudencia sus propias
indicaciones, verificándolas con ayuda de datos de fuentes fiables. Pero añadiré
inmediatamente que las indicaciones de N. sobre todo su pasado no contradecían
en absoluto los testimonios oficiales. Ni una sola vez, en sus numerosos
encuentros conmigo, había deformado los hechos, ni los había engordado
falazmente o modificado a su favor. Por el contrario, hablaba de todos sus
fraudes de forma muy abierta, lo que se repetiría en los debates judiciales;
únicamente se resistía a la investigación concerniente a su intimidad psíquica.
Pronto supe que las acciones ilícitas de N. se remontaban a una edad
muy temprana, y los documentos de un correccional en el que N. había estado
internado varios años como “alumno de asistencia pública”, confirmaban
plenamente su información.
Benjamín de una familia numerosa de funcionarios que vivían en la penuria.
No había nada importante que señalar en cuanto a taras mentales familiares.
Pero muy pronto, N. mostró una irreductible manía de pasar por un gran
personaje. A los cinco años, cuando iba al jardín de infancia por la mañana,
daba la espalda a todos los niños que no eran de familias acomodadas. Apenas
entró al colegio, constató con envidia que algunos chicos tenían cosas con
mejor presentación de las que él poseía: un plumier decorado abigarradamente
con laca o un lápiz de un color especial. Un día, este niño de seis años, entró
en una papelería cercana al colegio haciéndose pasar por hijo de un general que
habitaba en el vecindario. Le enviaron rápidamente a crédito las cosas que
codiciaba. De esta forma se pudo codear con orgullo con los hijos de familias
afortunadas. Pero este primer engaño fue descubierto y castigado muy pronto,
sin que menguara su deseo de igualarse a sus camaradas más favorecidos,
expresándose de otras formas ilícitas. Uno de sus condiscípulos poseía una
imponente armada de soldados de plomo, mientras que N. tenía sólo algunos. Su
aspiración de no quedar al margen de la mirada de sus camaradas, le atormentaba
sin cesar; robó a su madre la suma de seis o siete marcos invirtiéndola
rápidamente en soldados de plomo, mostrando a su camarada que poseía tantos
soldados y tan magníficos como los suyos.
De repente, los remarcables dones de N. se manifestaron en clase, aunque,
según todas las apariencias, los resultados escolares tan sólo se correspondían
con sus posibilidades cuando se sentía objeto de la particular atención o el
favor especial de su maestro. De vez en cuando, conseguía huidas venturosas.
Obtuvo dinero de su profesor con mentiras. Otras veces tomaba prestados libros
y los vendía. Un intento de conseguir su admisión en una escuela superior
fracasó por culpa de su falta de perseverancia. Continuamente aparecía su
tendencia a fantasear; uno de sus profesores decía sobre él que parecía sufrir
de megalomanía. También su escolaridad se vio interrumpida y N. se incorporó a
formación profesional.
Hasta ese momento, los actos delictivos de N. se habían limitado esencialmente
al marco familiar y de su clase. Convertido en aprendiz, robó dinero al poco
tiempo y perdió su plaza en algunos meses. Un segundo puesto no le convenía y
días más tarde se convirtió en su propio jefe. Dejó con la misma velocidad a un
jardinero, se rodeó de malas compañías, erraba y, finalmente, se le envió a un
reformatorio.
Allí se produjo lo que se repetiría tantas veces en su vida. El
director reconoció las dotes artísticas de N. y su deseo de ascender
socialmente. Trató entonces de orientarle en el buen camino. N. se sentía
relativamente bien en su situación de alumno favorito y, durante un tiempo,
parece que no provocó ninguna queja. Gracias a la intervención del director,
admitieron a N. en la escuela de artes y oficios de otra ciudad. Privado del
sostén de su paternal bienhechor, pronto se encontró implicado en un problema
judicial que le obligó a dejar la escuela. Devuelto al reformatorio, mostró un
comportamiento similar al de tantos sujetos en su misma situación: toda
humillación, real o supuesta, era motivo de fuga y, el breve período pasado en
libertad, resultaba fecundo en delitos.
A los diecinueve años N. apareció en Berlín, se situó prácticamente sin
trabajar, dándoselas de gran señor y dejando deudas. Se abrió acceso a los
círculos de la buena sociedad, lo que siempre había sido la meta de sus aspiraciones.
El antiguo interno se convirtió en apreciado invitado de grupos de estudiantes
muy cerrados. Por su forma de vestir, modo de vida y presentación, se había
asimilado perfectamente a la mejor sociedad. Pero los medios para conseguirlo
provenían de fuente oscura y, finalmente, N. tuvo que huir para evitar su
encarcelamiento inmediato. Este fue el comienzo de su peregrinaje a la aventura
a través de la Alemania del Sur, el Tirol y Suiza. En todos lados se hizo
culpable de timos y otros delitos; tuvo que dejar Suiza tras haber cumplido una
pena de un mes de prisión y fue de nuevo castigado en Alemania por una serie de
delitos anteriores. Iba de tribunal en tribunal y de prisión en prisión.
Durante su última encarcelación, consiguió rápidamente el favor del director de
la prisión y se le confió la dirección de la biblioteca. Cuando hubo cumplido
todas sus condenas, como comentamos en las primeras páginas de este trabajo, en
el servicio militar (1915).
Reservándome un ulterior análisis del comportamiento de N., por el momento
no ofrecería más que un resumen de la peritación: no se constata en N. ningún
trastorno mental en el sentido ordinario del término. No se trata de
deficiencia intelectual, por el contrario, se trata de un hombre de
inteligencia superior que daba pruebas de remarcables dotes artísticas. La
anomalía se limitaba al comportamiento social del examinado, por un profundo
trastorno de su vida afectiva, de donde derivaban sus impulsos antisociales.
Tan sólo durante breves periodos en circunstancias muy favorables, desaparecían
sus manifestaciones para irrumpir más tarde con un fuerza apremiante.
En esos casos, la descripción clínica habla de deficiencias éticas. El
código penal en vigor no reconoce, sin embargo, la influencia de estas
anomalías de la vida afectiva en la responsabilidad de un individuo. El
tribunal militar que testificó la gran comprensión y humanidad del acusado, no
pudo eludir su responsabilidad y fue obligado, en términos legales, a condenar
a N. a una pena prolongada de reclusión.
Me queda por subrayar que, en mi peritación, tildé de permanente e irreductible
el estado de N, basándome en la experiencia psiquiátrica general.
Algunos meses después de la condena de N. (en agosto de 1918), la guerra
terminó y no volví a oír hablar de él ni durante la misma ni en los cuatro o
cinco años siguientes. Hasta el día en que un tribunal civil me encargó una
nueva peritación de N. en circunstancias muy curiosas. Hasta primavera de 1919
había cometido una serie de delitos perfectamente idénticos a los precedentes.
En el procedimiento penal que, por todo tipo de razones, había llevado muchos
años, N. afirmó haber cometido las acciones que le imputaban antes de la
primavera de 1919, forzado por su antigua patología, pero que las tendencias
delictivas que se remontaban a su infancia, habían prácticamente desaparecido.
Según él, los últimos cuatro años, se había mantenido estable y trabajador y ya
no se reconocía culpable de nada.
Si las indicaciones de N. eran exactas, yo me había equivocado gravemente
en la apreciación de su estado, sobre todo en lo que concernía al pronóstico.
Se trataba sobre todo de obtener referencias exactas sobre su comportamiento
después de su condena, cinco años antes. Lo que el mismo N. me comunicó al
presentarse ante mí para un nuevo examen y los testimonios oficiales componen
el cuadro que paso a ofrecer.
Al terminar la guerra N. recupera la libertad gracias a la amplitud del
armisticio pronunciado. Al comienzo comete delitos de nuevo, comparables a los
precedentes. Los conflictos que se producen entonces en todos los dominios, son
aprovechados por un espíritu tan vivo como el suyo. N., que tenía tras de sí
una larga historia preventiva y carcelaria, se ganó de nuevo la confianza de
personas eminentes para, por supuesto, engañarlas al poco tiempo. Con la vuelta
a la libertad se entrampó en una nueva escalada de delitos. En esta época se
constituyeron los llamados cuerpos francos y otras organizaciones militares. En
algunos meses N. se afilió a varios de ellos y se hizo apreciar; su popularidad
se tradujo en que le confiaran la tesorería. N. hizo malversaciones, fue
obligado a irse e inició el mismo juego en otros lugares. En una de las
organizaciones creyeron su palabra de que había sido oficial durante la guerra,
obteniendo un puesto con esta función.
Sin embargo, las circunstancias favorables cesaron poco después y N.
volvió a la vida civil. De marzo a junio de 1919 cometió a su manera algunas
tropelías y se le buscó desde varios tribunales.
Entonces es cuando tiene lugar la modificación total. A partir de junio
de 1919, no vuelve a ser culpable de nada, tenemos pruebas irrefutables. A partir
de este momento, ninguna autoridad policial ni de justicia inició procedimientos
contra N. Testigos dignos de crédito nos indican que, desde entonces, se
muestra estable y trabajador. Su trabajo profesional es muy apreciado.
Comerciantes muy considerados que emplearon a N. en su empresa, señalan su
fidelidad y probidad absolutas, puestas a prueba durante años, en especial en
cuestiones financieras. Los dos testigos, que estaban perfectamente al tanto de
la vida anterior de N. y, por tanto, habían permanecido ojo avizor sobre él,
nunca encontraron motivo de queja. N. se casó y llevó la vida de un esposo de
la alta burguesía; en la sociedad de su localidad, una gran ciudad, es querido
y apreciado, sin “deslumbrar” sin embargo a la gente como antes hacía.
Es imposible poner en duda la realidad de esta completa transformación
en cuanto al comportamiento social de N. Pero, por otra parte, si esto era así,
una modificación de este tipo chocaba frontalmente con toda la erudición
psiquiátrica. La experiencia nos muestra que cuando las disposiciones antisociales
se manifiestan de forma tan precoz en un sujeto que con veintiséis años sigue
sin integrarse en la vida social, muy al contrario, ha llevado una manifiesta
existencia de estafador, hay que pensar en la imposibilidad de una mejoría
espontánea. ¿Qué influencias invocar en el origen de estos efectos, situados
más allá de nuestra experiencia? Sólo podría tratarse de circunstancias
excepcionales, una eventualidad con la que no se puede contar.
La solución al enigma es de orden psicológico. Volvamos sobre algunos
aspectos de la vida de N. y hacia sus reacciones correspondientes. En el
momento de su observación en 1918, N. mostraba poco interés en profundizar sus
problemas conmigo. En esta época, lo comprenderemos enseguida, todavía se
encontraba en una postura muy marcada de oposición y revuelta contra cualquier
representante de la autoridad paterna y yo era su superior militar. En 1923,
por el contrario, daba la impresión de encontrarse a gusto en su situación. Se
sentía mi igual en la vida civil y pudo abrirse a mí sin manifestar la
desconfianza de otras veces. Por eso fue tan sólo en este segundo encuentro,
mucho más breve, cuando obtuve explicaciones realmente cruciales sobre el
comportamiento social anterior de N. que explicaban la reciente transformación.
Recordemos que N. era el menor de una familia numerosa que vivía en la
penuria. Hay que añadir que sus hermanos y hermanas ya eran mayores, si no
adultos, en el momento de su nacimiento. Tanto de pequeño como más adelante,
escuchó repetir a su madre incansablemente cómo su tardío nacimiento había sido
mal recibido. Mientras sus hermanos mayores podían autoabastecerse, N. era la
boca inútil de la familia y comprendió que no era más que una carga para el
presupuesto familiar. No se sentía querido, sino detestado por sus padres y
todos sus hermanos, justo al contrario de lo que suele ocurrir con los niños
que llegan tardíos y son muy mimados. Su comportamiento social ulterior
representa esencialmente su reacción psíquica a estas impresiones de su primera
infancia.
Será suficiente recordar aquí el aserto psicoanalítico bien
fundamentado que pretende que un niño tenga sus primeras experiencias amorosas
junto a las personas que constituyen su primer entorno y que él mismo aprenda a
amar allí. En circunstancias como las que hemos descrito, no se puede desarrollar
un amor objetal plenamente válido. Las primeras tentativas del niño para
investir de libido los objetos humanos que le son más próximos, fracasarán
tremendamente; será inevitable entonces, un investimiento regresivo narcisista
del yo, mientras que se despertará una viva disposición al odio hacia los
objetos.
Contemplado desde esta perspectiva puede comprenderse el comportamiento
de N. en el jardín de infancia y en sus años escolares. Desdeña a sus padres
como ellos le despreciaron. Desea tener unos padres afortunados que no le
contemplen como una carga financiera. Muy pronto empieza a mostrar su mejor
cara a cualquiera que pueda ejercer con él la función de padre, madre, hermano
o hermana; necesita una fuente permanente de satisfacción para su narcisismo,
ser amado por cada uno de sus profesores, por cada uno de sus compañeros. Pero
la identificación de todas las personas que componen su entorno con sus padres
y hermanos, va más allá: necesita decepcionar a todos los que le han tomado
afecto para vengarse de ellos. Que todos, sin excepción, sean tan incautos, se
añade a las vivas satisfacciones que experimenta su narcisismo. Refiriéndonos a
una expresión corriente en muchas lenguas, podríamos decir: N., que en su
infancia no se sintió querido, está constreñido por una fuerza interna a
mostrarse “amable” ante todos, es decir, digno
de su amor, para hacer ver a todos y a sí mismo, inmediatamente, que es indigno de esos sentimientos.
Encontramos aquí el ritmo a dos tiempos de los actos obsesivos.
El ardiente deseo de N. de ser el centro de un extenso círculo, es especialmente
interesante. El mismo me comentó que su placer llegaba al máximo cuando “todo
giraba en torno a él”. Esta situación se oponía radicalmente a la que había
conocido en su infancia. Es cierto que en cada ocasión, N. se apresuraba a
poner fin rápidamente a esta gloria. Una omnipotente compulsión a la repetición
le obligaba a hacerse rechazar, en el preciso momento en que conseguía ser el
favorito. Así hasta el día en que sobrevino el gran cambio que todavía no hemos
explicado.
En junio de 1919, N. iba de ciudad en ciudad, inestable y fugitivo,
asegurando su subsistencia gracias a las estafas y trapicheos. En esta etapa
ocurrió un feliz acontecimiento cuyo significado concreto se impone en cualquier
espíritu con formación psicoanalítica.
N. entabló conocimiento en esa fecha con una mujer que, desde el primer
encuentro, empezó a interesarse por él. Tenía claramente más edad que él. Socia
de una empresa industrial, en cuanto se enteró de que N. se encontraba sin
trabajo ni recursos, prometió ocuparse de él. Encontró una actividad que
correspondía a sus dones artísticos en su empresa, entró en contacto con
personas socialmente bien consideradas y fue sustancialmente retribuido. Se
crearon relaciones más estrechas entre su benefactora y él. Ella era viuda y
madre de varios hijos ya mayores. Se decidió la boda. Simultáneamente, N.
accedió a un puesto de responsabilidad en la empresa que le aseguraba una
excelente situación social. En esta posición civil idealmente satisfactoria,
sólo persistía un motivo de inquietud: el proceso penal no liquidado todavía.
Cuando vuelvo a ver a N. en 1913, ese estado de felicidad exterior –y,
añadiremos, de paz interior- llevaba manteniéndose varios años. Hasta ese momento,
los impulsos inconscientes habían constreñido a N. a eludir cualquier situación
ventajosa para él. ¿Qué factor le impidió en ese momento un desplome de ese
tipo y por qué N. consigue disfrutar con otro ser el giro favorable que da su
destino?
Podemos dar una respuesta expresada en una breve fórmula analítica. Todas
las fases anteriores de pasajera prosperidad en la vida de N., no representaban
más que momentáneas satisfacciones de su narcisismo. Pero ese estado encubría
el germen de una rápida recaída; la ambivalencia de las pulsiones era demasiado
intensa en N. como para permitirle conseguir ningún equilibrio psíquico.
(p.284) Podemos además suponer que violentos sentimientos inconscientes de
culpabilidad se ligaban a los transitorios “éxitos” de N., conllevando
necesariamente el rápido fin de la felicidad, a modo de autocastigo.
Hemos tratado de explicar la persistencia de la libido en el estado
narcisista por un proceso de regresión, ligado a las profundas decepciones de
la primera infancia. Dicho de otra manera, N. de niño, no pudo encontrar en la
relación edípica con sus padres, la parte de satisfacción, es cierto que muy
variable, permitida a otros niños. Le faltó ternura materna. Le faltó la posibilidad
de elevar a su padre al rango de figura ideal; por el contrario, muy pronto
deseó otro padre. Por último, no se pudo identificar con sus hermanos y
hermanas en su rivalidad edípica con su padre; ya que, en su caso, los mayores
se unían a los padres para formar un mundo de enemigos. Así, su complejo de
Edipo no se desarrolló con normalidad. Es natural que no pudieran completarse
los procesos de sublimación que testimonian un dominio del complejo de Edipo;
son la condición previa para una exitosa integración del individuo en el
organismo social [2].
La alteración que se produjo en 1919 en la vida de N. corresponde por
tanto, ni más ni menos, que justo a la constelación familiar opuesta de su
primera infancia. Una mujer mayor que él le encuentra agradable desde el primer
momento, le colma de testimonios de solicitud maternal. Se van asociando signos
de amor. Nadie pone obstáculos a este amor entre madre e hijo ya que el marido
de esta mujer murió hace mucho tiempo.
Hay un buen número de hijos que, mucho antes que N., tuvieron derecho
al amor de su madre. Sin embargo es él, entrando tardíamente en su vida, el que
prefiere a los otros, con el que se casa ofreciéndole a él, más que a los hijos
de sangre, ¡el lugar de su difunto esposo!
N. conoció al mismo tiempo, gracias a esta mujer, una repentina promoción
a condiciones financieras y sociales favorables y el cumplimiento integral de
todos los deseos infantiles nacidos de su complejo de Edipo. Cuando le hice
remarcar el evidente significado maternal que su mujer tenía para él, N. me
respondió: “Tiene razón, ciertamente. Al poco tiempo de conocernos, empecé a
llamar a la que actualmente es mi mujer madrecita
y todavía hoy no consigo llamarla de otra manera.” En esta ocasión se manifestó
con claridad una viva reacción afectiva de simpatía y gratitud. Esta vez ella
mostraba hacia N. algo más que una simple satisfacción de la aspiración
narcisista de testimonios de amor. Tuve la impresión de que N. encontró
tardíamente su felicidad junto a un sustituto que le aportaba lo que no había
tenido en la infancia: la transferencia libidinal hacia su madre. No se trataba
de un auténtico amor objetal surgido en la madurez, de una completa victoria
sobre el narcisismo, sino simplemente de un grado, difícil de apreciar, de
progresión de la libido, evolucionando de fijaciones narcisistas al amor
objetal. Habría que proceder a un psicoanálisis para poder hacer
puntualizaciones más precisas.
Añadamos que el conjunto de las realizaciones citadas, estaba exento de
sentimientos de culpabilidad. No hay ningún padre al que suplantar -ya murió
hace mucho tiempo-. No hay ninguna necesidad de conquistar a la madre: ella va
por delante tanto en ternura maternal como en el sentido erótico de forma
espontánea. No hay fratria a la que combatir -la peculiar posición de N. en su
nueva familia estaba plenamente reconocida-. Así, por primera vez, disfrutaba
de una situación de felicidad absoluta y, añadamos, sin remordimientos.
Los deseos edípicos insatisfechos en la infancia, se colmaron
tardíamente a través de la plena aportación de todos los sentimientos
protectores y eróticos por parte de un sustituto materno; pero, al mismo
tiempo, la libido de N. se desprendía de fijaciones narcisistas. Así es como,
por primera vez, consiguió un cierto grado de transferencia de su libido sobre
un objeto.
El cumplimiento integral de un deseo infantil, en sentido psicológico,
tal como se realiza en este caso, debe ser considerado como un suceso excepcional.
Nadie habría podido prever lo que un buen día apareció como un milagro. El
pesimista pronóstico de la peritación, en general, sigue estando justificado
aunque en este caso excepcional se mostrara erróneo.
Cuando N. vino a verme la última vez, subrayó espontáneamente que se
encontraba bien en todos los sentidos. Pero su aguda inteligencia le llevó a
constatar que se daba cuenta y se lo confesaba tanto a sí mismo como a mí, que
la duración de este estado, dependía de su relación con la mujer. Las antiguas
tendencias podrían irrumpir si esta relación llegara a alterarse, ya que sentía
en lo profundo de su ser que el tumulto pulsional todavía [3] le acechaba.
En este caso podríamos vernos tentados a hablar de una “curación por
amor”, si tuviéramos la certeza de que se trata de una curación real, de una
modificación duradera en el sentido de la mejora. En cualquier caso, el cambio
acontecido en el comportamiento social de un hombre con una historia como la
que hemos descrito, no deja de ser un hecho remarcable que puede comprenderse
tan sólo gracias a la teoría psicoanalítica de la libido y que merece además
toda nuestra atención por razones prácticas. Este caso muestra de forma
espectacular cómo debemos cuidarnos de no sobrestimar la tara hereditaria, la
“degeneración” en el sentido que se le puede otorgar para comprender la génesis
de pulsiones antisociales y delictivas. Lo que la opinión escolar, en su
parcialidad, mantiene todavía como innato, y por tanto irrevocable, debemos
considerarlo en gran parte como adquirido precozmente, es decir, relacionarlo
con la acción de las impresiones sexuales más precoces. Esto no implica
solamente reconsiderar un juicio erróneo, nos procura además nuevos métodos de
acción, nuevas posibilidades para actuar sobre el individuo antisocial, sobre
todo en los casos juveniles. Constato con satisfacción que acuerdo totalmente
en este punto con el punto de vista de un hombre tan informado en este aspecto
como Aichhorn.
Las comunicaciones de A. Aichhorn [4], nos muestran
la parte que concierne a la transferencia
positiva del alumno sobre el educador, precisamente en los reformatorios. Ha hecho perfectamente en hacer del nacimiento de la transferencia y su mantenimiento el eje de la
educación vigilada.
Repensemos en la acción mágica de la primera transferencia exitosa en
el caso de N., es decir, en un hombre ya adulto; comprenderemos entonces los
resultados que pueden esperarse de jóvenes con una transferencia fructífera
dirigida por el buen camino. N. tuvo, es cierto, el privilegio de encontrar un
educador humano y comprensivo el tiempo que estuvo en el reformatorio. Pero
este hombre no pudo obtener, aunque tomó claro partido a favor de N., lo que
fue la creación de una transferencia duradera; la ausencia de un potente
vínculo afectivo llevó a N. a permanentes recaídas no permitiéndole conseguir
sublimaciones pulsionales duraderas. Estas sólo tienen lugar cuando la libido
de N. se transfiere sólidamente a una persona concreta por primera vez.
Los psicoanalistas hemos deplorado a menudo que nuestra acción terapéutica
no se extienda nunca más allá de un círculo restringido y que, a pesar de
penetrar en profundidad en cada caso concreto, no amplíe lo suficiente su campo
de acción a la sociedad. Si la hipótesis de Aichhorn está justificada, es
decir, si el establecimiento de una transferencia asegura en general una base
suficiente para ejercer influencia sobre la juventud antisocial, siendo tan
sólo los casos complicados de trastornos neuróticos los que exigen una cura
sistemática, tendríamos ante nosotros un amplio dominio en el que utilizar los
resultados de la investigación y la práctica psicoanalítica adquirida con las
neurosis. Lo que Aichhorn nos propone, es un progreso rico en promesas
pedagógicas, cuyo instrumento le ha sido procurado por la psicología de Freud.
El generoso celo con el que lleva esta obra educativa, merece ser reconocido y
admirado.
¡Echemos todavía una mirada retrospectiva sobre nuestro caballero! En
el psicoanálisis de los neuróticos, nos enfrentamos con frecuencia a las consecuencias
de precoces requiebros por los que las exigencias de amor del niño se han
satisfecho de manera inoportuna.
Entre los “antisociales”, encontramos posiblemente con mayor frecuencia
otro destino libidinal en la primera infancia. La privación de amor ha creado
un hambre afectiva, primera condición de la génesis de los trastornos antisociales.
Se forma un recrudecimiento de odio y cólera, inicialmente dirigidos contra un
estrecho círculo, que más tarde se dirige a toda la sociedad. Allí donde reinan
estas condiciones, nunca se verá un desarrollo espontáneo del carácter
favorable a la adaptación social. A la regresión narcisista de la libido, como
hemos visto en el caso de N., responde una inhibición en la formación del
carácter y un estancamiento en un estadio poco avanzado.
Con el tiempo, estos resultados del psicoanálisis serán apreciados en
su valor, incluso desde un punto de vista médico-legal. Muy recientemente Reik,
en su ensayo sobre “La compulsión a la confesión y la necesidad de castigo”,
una muy completa investigación sobre el sentimiento de culpabilidad, ha
aportado el esbozo de un importante vínculo entre el psicoanálisis de las
neurosis y la medicina legal. El conocimiento del criminal y del crimen puede
poner a prueba a la teoría psicoanalítica: por una parte el psicoanálisis
ofrece a la medicina legal nuevas perspectivas psicológicas que pueden ayudar a
la comprensión de los sujetos con los que brega.
Por otra, el tratamiento de jóvenes antisociales con psicoanálisis o
con espíritu psicoanalítico, se muestra como una fecunda vía para la prevención
de actividades delictivas.
Este trabajo espera también haber aportado su piedra para la
edificación de estos puentes entre el psicoanálisis y la medicina legal.
[1] Recogido
de las Obras Completas de Abraham editadas en París por Payot y traducido por
Isabel Sanfeliu.
[2] Por otra parte, no podemos
olvidar que la situación edípica, a la que tenemos buenas razones para
considerar como fuente de severos y persistentes conflictos en la vida psíquica
del niño y el adulto, es, ante todo, fuente de placer real o fantaseado. Pero
el niño aprende a renunciar progresivamente a la mayor parte de los deseos que
se vinculan a él, es decir, a los que la sociedad desaprueba, cuando se concede
alguna medida, limitada, de placer. Ese parece ser para el niño el apoyo
indispensable para dominar la ambivalencia de cara a sus padres. Pero si toda
satisfacción de este tipo se encuentra totalmente prohibida para el niño, una
favorable elaboración del complejo de Edipo no tendrá lugar y toda la libido
refluirá sobre el yo.
[3] Mencionaremos aquí las
conclusiones de la segunda peritación (1923). Los últimos actos delictivos se
sitúan cronológicamente justo antes de la gran transformación, debiendo ser
considerados por tanto como todos los precedentes, es decir, como
manifestaciones de una pulsión irresistible que emana de fuentes inconscientes.
[4] “Verwahrloste Jugend. Die
Psychoanalyse in der Fürsorgeerziehung”, Internationale
psychoanalytische Bibliothek, XIX, 1925.
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